María era una niña tímida, abstraída en sus cosas, poco amiga del deporte.
Un día llegaron a su cole unas jugadoras de balonmano y quedó encantada con la experiencia de solidaridad, amistad y compromisos que narraban.

Esa misma tarde acudió al patio de su colegio para ver cómo era ese deporte que prometía juego y compañeros nuevos.
Al principio se sentía torpe y pensó que había sido un error, pero sus entrenadores y sus compañeros la animaron a seguir.

Poco a poco María fue creciendo, como persona y como jugadora, adquiriendo los valores que propugna el deporte en general y el balonmano en particular.
En sus muchas horas de entrenamiento, de espera en pabellones, de traslados y despertares tempranos María encontró amigos para toda la vida, ganó seguridad y autoestima que le ayudaron también a superar sus retos académicos, aprendió disciplina y el valor del esfuerzo, supo que el compañerismo trasciende la pista y extiende sus virtudes a todos los aspectos de la vida.
Y en sus muchos años de jugadora María tuvo éxitos y fracasos y aprendió a manejar ambas sensaciones y también frustraciones y decepciones personales, que pudo administrar gracias a su experiencia en la pista.

Pero esa nueva María necesitaba también compartir todo lo que había recibido y decidió entrenar a nuevos jugadores y jugadoras y transmitirles esos valores que la convirtieron en la persona que era.

Empezó de nuevo el ciclo, la rueda vital que representa el deporte, la unión de cuerpo y mente, la ilusión y el trabajo, la comunión de amigos y familia.

Hoy María echa la vista atrás y cuando le preguntan por los beneficios del balonmano responde sin dudarlo: el balonmano te lo da todo, te cambia la vida.